jueves, 29 de diciembre de 2011

Odio el ajo

El título de esta entrada tiene un estilo contrario a todos los cánones; representa la negatividad más absoluta. No se debería hablar ni escribir en tono negativo, ni en general de las cosas que se "odian", porque esto sólo genera energía negativa, pero en este caso los pensamientos que vienen a mi cabeza son así... y he decidido liberarme de ellos, que para eso tengo este blog, para soltar lastre.

Como decía, no hay cosa más insoportable en el mundo -para mí- que el ajo. Por no gustarme, no quiero poner ni fotos en esta entrada. No me gusta su olor, ni su sabor, ni su textura, no hay nada más repulsivo que subir al autobús o al metro por la mañana coincidiendo con una persona que ha comido ajo y te echa ese aliento nauseabundo. O que te pidas un entrecotte en el restaurante, y cuando estás haciéndote ilusiones, te planten la carne con un buen montón de ajo por encima. Ante la duda, cuando pido comida al camarero, suelo preguntar si lleva ajo, para no llevarme sorpresas desagradables. Me estoy volviendo cada vez más maniático. ¿Tendré alliumfobia?

Al menos no llego al extremo de Frank Sinatra, cuyo odio por el ajo era tan visceral que entraba a la cocina de cada restaurante italiano que visitaba y comenzaba a hacer la salsa por sí mismo para asegurarse de que no contenía ajo.

Añadirle ajo a un buen trozo de carne o pescado es enmascarar su sabor. Quizá tuvo un sentido cuando los pescados no eran frescos, o para cocinar determinadas carnes demasiado fuertes, como la de choto (cabra), aunque a mí no me gusta ni en esos casos, pero aliñar con ajo una carne o pescado de buena calidad es un atentado gastronómico imperdonable.

¿Quién prefiere comerse esto...



...a esto otro?



No voy a negar, porque no tengo datos científicos que digan lo contrario, las supuestas bondades de este producto vegetal. Siempre se ha dicho que tiene propiedades en la prevención de enfermedades, que tiene alto contenido en diversos minerales, vitaminas, antioxidantes... que mejora la circulación de la sangre, que normaliza la hipertensión, evita la arterioesclerosis, además de tener efectos antibacterianos, expectorantes, germicidas, sedantes... incluso algunos hablan de que previene el cáncer... vamos, poco menos que la panacea universal. Pero si hay algo más importante que los datos objetivos, son los subjetivos, las emociones y las sensaciones que cada uno tiene. Y yo no lo soporto. Lo siento.

martes, 27 de diciembre de 2011

Corofobia, inexplicable pero inevitable.


Corofobia (en inglés, “chorophobia”), una palabra que no había escuchado nunca. Un día me topé con ella en alguna página web y empecé a reflexionar.

Las fobias son miedos irracionales, desproporcionados e insuperables a ciertas cosas. Algunas son más conocidas por la gente, como la típica claustrofobia, la agorafobia o la manoseada xenofobia (aunque esta denota más “odio” que “miedo”).


”Una fobia (palabra derivada de Fobos (en griego antiguo Φόϐος, ‘pánico’, que era la personificación del miedo en la mitología griega, hijo de Ares y Afrodita) es un trastorno de salud emocional que se caracteriza por un miedo intenso y desproporcionado ante objetos o situaciones concretas como, por ejemplo, a los insectos (entomofobia) o a los lugares cerrados (claustrofobia). Sin embargo, no es sencillamente un miedo, pues guardan grandes diferencias. También se suele catalogar como fobia un sentimiento de odio o rechazo hacia algo que, si bien no es un trastorno de salud emocional, sí genera muchos problemas emocionales, sociales y políticos (véase xenofobia, es decir, el odio a los extranjeros o extraños). Un estudio en EE.UU. por el National Institute of Mental Health (NIMH) halló que entre el 8,7% y el 18,1% de los estadounidenses sufren de fobias. Discriminando edad y género, se encontró que las fobias son la más común enfermedad mental entre mujeres en todos los grupos etarios y la segunda más común psicopatía en hombres mayores de 25.


La mayoría de las personas que tienen fobias entienden que están sufriendo de un miedo irracional o desproporcionado, aunque este reconocimiento no impide que sigan manifestando esa intensa reacción emocional ante el estímulo fóbico.”



Desde muy pequeño he sentido una ansiedad indescriptible en determinadas situaciones en las que me veía expuesto al público. La más grave de todas, o eso me parecía en aquel tiempo, era la de hacer deporte, y más concretamente, jugar al fútbol. Hasta los 12 años de edad no era capaz de dar una patada al balón. Me invadía un sentimiento de vergüenza que no podía superar. Esto me supuso problemas de integración, pero afortunadamente no fui excluido porque, en contrapartida, era muy brillante en los estudios, lo que me hacía disfrutar de respeto y un cierto liderazgo entre mis compañeros, aunque algunos de ellos no eran completamente desinteresados. Mis habilidades sociales dejaban bastante que desear, me costaba entablar relaciones con la gente y en general daba la imagen de persona poco sociable, aunque en el entorno más cercano, con mis amigos, era un niño imaginativo y muy activo.

En mi adolescencia fui superando el miedo al deporte, poco a poco, sin ningún tipo de terapia. Aprendí a superar otros miedos más comunes, como el hecho de hablar en público, gracias a mi afición al teatro, en el que fui introducido por una buena profesora de Lengua. Sin duda, esto me ayudó a integrarme más con mis compañeros y con la gente en general. Sin embargo, empecé a sufrir las consecuencias más serias de mi fobia social en otro tipo de situaciones, sobre todo en las fiestas, bailes y discotecas. La sola idea de verme en medio de una pista de baile bajo haces de luces de colores y música a todo volumen me producía un pánico irrefrenable.

No sentía ningún interés por la música del momento y tenía una aversión especial a la música disco, que se puso de moda en los 80. Algunos amigos míos, cuando la adolescencia dio paso a la juventud, fueron empezando a salir con pandillas en las que la diversión habitual consistía en ir al “disco-pub” a bailar. Poco a poco me fui quedando aislado.

Mi fobia me condicionó toda la etapa universitaria, en la cual fui simplemente considerado un “soso”. Cubrí mis carencias explotando otras cualidades. Mis amigos sabían que podían contar conmigo para algunas cosas, pero no para ir “de marcha”.

Este texto encontrado en internet lo describe muy bien:

The problem of Chorophobia arises when you are in a frightening real event and you are asked to dance. You feel surrounded by a group of nerds and you are the only ignorant amidst them. A strict breeding can make individual to think that it is inappropriate or sinful to dance. However you are aroused, excited and ecstatic in the event but can’t step forward thinking – “Well duh, if I could dance like that, I wouldn’t be scared at all.”



No he encontrado mucha información ni muchos testimonios de personas que hayan sufrido este mismo problema, pero sí hay un curioso test en internet, donde se puede baremar el grado de afección que sufre una persona. Está en este enlace: http://www.changethatsrightnow.com/chorophobia/online-test/

Desde luego, una fobia es una enfermedad mental, y como tal, condiciona aspectos cruciales de la vida. Seguramente he perdido oportunidades irrepetibles para haber conseguido ciertos logros si mi habilidad social hubiera sido mayor, pero ahora, con más de cuarenta años de edad, ya no siento la presión del pasado en este tipo de situaciones. Simplemente, las evito.

Sé que para superar las enfermedades mentales es necesario contar con ayuda externa, pero sé también que lo más importante es la ayuda “interna”, o la energía que uno dedique a trabajar por sí mismo para ello. Sé que una patología mental no desaparece si uno no quiere, y lo que tengo claro es que en estos momentos no quiero superarla. No siento esa necesidad, así que si no voy a poner de mi parte, mejor ni lo intento.

No es que me sienta muy cómodo, pero no necesito participar del paroxismo colectivo en las fiestas, saltando y poniendo cara de estar contento, cuando mis emociones simplemente se pueden manifestar de una forma mucho más tranquila. La música me gusta, pero no siento ninguna necesidad de moverme cuando la escucho. Antes, la sola cercanía de las fiestas del pueblo o de la Nochevieja, me hacía ponerme nervioso y de mal humor. Ahora, simplemente evito participar en la fiesta y no doy explicaciones a nadie.

La verdad es que me hubiera gustado poder compartir mis sentimientos con alguien que estuviera en la misma situación, pero nunca conocí a nadie que sufriera el mismo grado de bloqueo que yo. Aunque no he superado ni creo que pueda superar esta rara patología, ahora, al menos, soy capaz de hablar de ello.

martes, 6 de diciembre de 2011

Cuatro sencillos consejos en dirección a la felicidad

Con frecuencia visitamos lugares comunes sobre las dificultades que tenemos los padres para educar a nuestros hijos, comparaciones entre generaciones pasadas y presentes, discusiones sobre valores e ideas que se deben o que no se deben inculcar, teorías y contrateorías sobre cómo afrontar los conflictos que nos plantean, desde bebés hasta adolescentes.

En mi intensa experiencia como padre de familia numerosa, todos los días cometo errores "de libro". Lo fácil en la vida es equivocarse. Pero también tengo algunas cosas claras y procuro ser coherente. Con frecuencia les repito a mis hijas algunos consejos que aplico a multitud de situaciones. Hoy reflexiono sobre ellos y me apetece reflejarlos aquí, más que nada para recordármelos a mí mismo cuando los pueda necesitar.

1)  No culpes a los demás de las cosas que te pasan a ti.





2)  No esperes que otros hagan por ti lo que puedes hacer tú mismo.




3)  No te lamentes por las cosas que no puedes cambiar.



4)  No te obsesiones por la meta, disfruta del viaje en sí mismo y en cada momento.



Estos cuatro consejos se pueden resumir en una actitud que mis hijas no son capaces de entender todavía, pero que espero saber inculcarles poco a poco, y espero saber aplicarme yo mismo en las diferentes situaciones en que me encuentre: dejarse de lamentos y de excusas para justificar la pasividad, y actuar ya, cuanto antes, sin esperar al mañana y sin depositar nuestras esperanzas en algo externo a nosotros. Hay que saber adaptarse al cambio y aprender a disfrutar de cada situación, aunque sea negativa, aprovechando el aprendizaje que nos ofrece. Somos nosotros los que podemos conseguir que las cosas cambien, y es nuestra responsabilidad hacerlo.

Y hay que empezar ya, porque mañana será tarde.